Domingo de Silos.
La tradición de colocar árboles de Navidad se remonta a una costumbre que ya se practicaba en el norte de Europa. Con la intención de propiciar el retoño de las plantas y la victoria de la luz sobre las tinieblas, los antiguos germanos usaban ramas verdes en los ritos tradicionales y adornaban árboles de pino -de cualquier otra hoja perenne- con objetos brillantes y velas encendidas, alrededor de los cuales la gente terminaba cantando y bailando. Esta cultura consideraba que el mundo, al igual que todos los astros, pendían de la rama de un árbol gigantesco (el divino Yggdrasil), al que rendía culto cada año durante el solsticio de invierno, que era cuando se gestaba la renovación de la vida.
Según la leyenda, el obispo y mártir inglés San Bonifacio (680–754) llegó como misionero evangelizador al territorio de la actual Alemania y, para demostrar la superioridad de su fe, cortó de raíz un encino sagrado en la ciudad de Geismar, donde los habitantes acostumbraban depositar sus ofrendas y hacer sacrificios cada año. Los nativos, indignados por tal atrevimiento, quisieron lincharlo, pero San Bonifacio no sólo logró calmarlos con su elocuencia, sino que los convenció de la llegada del hijo de Dios para salvar a los fieles y de que era necesario desterrar a otras deidades. Convencidos, ayudarona a San Bonifacio a plantar un pino en el mismo lugar donde estaba el encino sagrado y, a partir de entonces, se adornó el árbol cada año, como símbolo del nacimiento del Mesías.
El árbol de Navidad comenzó a difundirse fuera de Alemania en el siglo XVIII y, curiosamente, fue llevado a América del Norte antes que a Escandinavia o Francia. En Inglaterra se popularizó gracias al príncipe Alberto, consorte de la reina Victoria. Alberto, que era originario de Alemania, quiso tener un recuerdo de su tierra y, por ello, en 1840 ordenó instalar un enorme árbol de Navidad en el castillo de Windsor. El ejemplo fue adoptado rápidamente por el pueblo británico y de ahí se difundió a lo largo del Imperio.
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