27 / viernes - diciembre de 2019

Semana 52. 361/4
Teófanes.

Basta con acudir al Vocabulario de ocupaciones, publicado por la Dirección General de Empleo en 1963, para enfrentarse a toda una constelación de oficios, como mínimo, sonoros: palafranero, alambrista, buhonero. En el libro se registraban cientos de maneras de ganarse la vida, algunas deducibles del nombre: baulero era el fabricante de baúles; collarero, el de collares; faldero, el de faldas, etcétera. Pero también había veces en que las ocupaciones recibían denominaciones más enrevesadas. Por ejemplo, el corito llevaba al hombro los pellejos de mosto hasta la cuba, mientras que la herramienta de trabajo del hablista era la pureza y corrección de su expresión oral. Entre los empleos desaparecidos más peculiares estaban el saltador, aquel que tenía por oficio saltar para divertir al público; el apurador, quien después del primer vareo de los olivos iba con una vara más corta derribando las aceitunas que habían quedado; o el alumbrante, la persona encargada de las luces de los teatros. Había veces, también, en que una sutileza lingüística cambiaba por completo el desempeño laboral. Por ejemplo, el carbonero vendía carbón, cuando el carboncista pintaba al carboncillo. Igual que mientras el escopetero era el que fabricaba escopetas, el escopeteador escopeteaba, o sea, sacaba la tierra de las minas de oro. Entre los oficios de nombres más distinguidos se pueden citar el desbullador, persona que abría las ostras y las vendía; el algibista, que tenía la habilidad de restituir a su lugar los huesos dislocados; y el diablero, oficial de la industria lanera que hacía las mezclas para la fabricación de hilo. Y para finalizar, dos de nombre evidente: el traedor, el que trae, y el llevador, el que lleva; un caso de división ejemplar del trabajo.
.- Todos los capítulos de Tantos hombres y tan poco tiempo.